lunes, 3 de mayo de 2010

La voz de un ogro.

Ahí está de nuevo, sentado, viendo la televisión tranquilamente sin la menor idea de lo que viene, no hay algo que le avise, que lo ayude a prepararse, pero tal vez sea mejor así, pues eso sólo aumentaría la ansiedad que está apunto de llegar, esa que tantas veces ha sentido y que lo ha dejado más de una vez con el cuerpo trémulo.
Hace tanto tiempo que no tiene esa sensación, pero aquí comienza, escucha aquel sonido que lo compara con la voz de un ogro, nunca ha escuchado a uno, pero la imagina gracias a las descripciones que los cuentos le han hecho. El sonido, ahora convertido en voz de ogro, se hace más fuerte, más intensa, y ahora las distingue, se vuelven nítidas, sí, son palabras que salen como golpes llenos de furia. Pero él, que continúa viendo la televisión, aunque sin poner mayor atención, no encuentra motivos del por qué la voz no deja de exhalar esas palabras, esos gritos. Sabe que no van dirigidos a él, pero eso no evita que tiemble su cuerpo entero, que su corazón se acelere como si fuera a desprenderse del pecho, intenta hablar, amainar aquella lluvia de golpes que surgen de la boca de aquel ogro, pero no puede, ¿quién haría caso a alguien como él?, su voz no es fuerte, y ahora que intenta hablar no consigue más que emitir un sonido tembloroso, quebrantado por la fragilidad que le imponen las lágrimas.
Una nueva voz se escucha al fondo, no sabe quien es, tal vez su imaginación lo lleve a creer que es otro personaje de cuento, pero no lo hace, la angustia no lo deja usar ese recurso. La voz se escucha de nuevo, haciéndose notar entre la del ogro hasta conseguirlo, parece que tranquiliza a aquel monstruo, pero él ya no sabe, esta confundido, angustiado, exaltado, con la ansiedad desborda por todos lados.
Parece que todo termina, ya no se escucha ninguna voz, todo está tranquilo, pero volteo y él aún está frente al televisor, ahora ya ni siquiera la ve, su mira esta perdida, sigue templando como si estuviera en un frío invernal. Lo veo indefenso, tan vulnerable, tan lastimado, las palabras que ahí fueron lanzadas nunca fueron dirigidas a él, pero alcanzaron a tocarlo, a lastimarlo, a golpearlo. Quisiera caminar hasta él, abrazarlo, intentar aliviar las heridas que no se ven, pero que están más presentes que nunca, pero no lo alcanzo, mis pasos, por más rápidos que los dé, no son suficientes para llegar hasta donde él se encuentra y mis brazos sólo quedan extendidos sin poder abrazarlo. Desisto de mi en vano esfuerzo. Y ahora lo único puedo hacer es mirar como aquel niño, asustado, lleno de lágrimas, se queda sentado, solo, sin nadie que lo pueda consolar, justo enfrente de aquel aparato que no hace más que mostrar su indiferencia.

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